Acerca de la fe, es natural pensar en la historia personal de san Agustín
—uno de los grandes Padres de la Iglesia, que vivió entre los siglos IV y V
después de Cristo—, a cuya conversión contribuyó ciertamente y de modo
relevante la escucha del canto de los salmos y los himnos en las liturgias
presididas por san Ambrosio. En efecto, si bien la fe siempre nace de la
escucha de la Palabra de Dios —una escucha naturalmente no sólo de los
sentidos, sino que de los sentidos pasa a la mente y al corazón—, no cabe duda
de que la música, y sobre todo el canto, pueden dar al rezo de los salmos y de
los cánticos bíblicos mayor fuerza comunicativa. Entre los carismas de san
Ambrosio figuraba justamente el de una destacada sensibilidad y capacidad
musical, y, una vez ordenado obispo de Milán, puso este don al servicio de la
fe y de la evangelización. El testimonio de Agustín, que en aquel tiempo era
profesor en Milán y buscaba a Dios, buscaba la fe, es muy significativo al
respecto. En el décimo libro de las Confesiones, de su autobiografía,
escribe: «Cuando recuerdo las lágrimas que derramé con los cánticos de la
iglesia en los comienzos de mi conversión, y lo que ahora me conmuevo, no con
el canto, sino con las cosas que se cantan, cuando se cantan con voz clara y
una modulación convenientísima, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta
costumbre» (XXXIII, 50).
La experiencia de los himnos ambrosianos fue tan fuerte que Agustín los
llevó grabados en su memoria y los citó a menudo en sus obras; es más, escribió
una obra propiamente sobre la música, el De Musica. Afirma que durante
las liturgias cantadas no aprueba la búsqueda del mero placer sensible, pero
que reconoce que la música y el canto bien interpretados pueden ayudar a acoger
la Palabra de Dios y a experimentar una emoción saludable. Este testimonio de
san Agustín nos ayuda a comprender que la constitución Sacrosanctum Concilium, conforme a la tradición de la Iglesia,
enseña que «el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte
necesaria o integral de la liturgia solemne» (n. 112). ¿Por qué «necesaria o
integral»? Está claro que no es por motivos puramente estéticos, en un sentido
superficial, sino porque precisamente por su belleza contribuye a alimentar y
expresar la fe y, por tanto, a la gloria de Dios y a la santificación de los
fieles, que son el fin de la música sagrada (cf. ib.). Justamente por
esto quiero agradeceros el valioso servicio que prestáis: la música que
ejecutáis no es un accesorio o sólo un adorno exterior de la liturgia, sino que
es ella misma liturgia. Vosotros ayudáis a que toda la asamblea alabe a Dios, a
que su Palabra descienda a lo profundo del corazón: con el canto rezáis y
hacéis rezar, y participáis en el canto y en la oración de la liturgia que
abraza toda la creación al glorificar al Creador.
El segundo aspecto que propongo a vuestra reflexión es la relación entre el
canto sagrado y la nueva evangelización. La constitución conciliar sobre la
liturgia recuerda la importancia de la música sagrada en la misión ad gentes
y exhorta a valorizar las tradiciones musicales de los pueblos (cf. n. 119).
Pero precisamente también en los países de antigua evangelización, como Italia,
la música sagrada —con su gran tradición que le es propia, que es cultura
nuestra, occidental— puede tener y de hecho tiene una misión relevante, para
favorecer el redescubrimiento de Dios y un acercamiento renovado al mensaje
cristiano y a los misterios de la fe. Pensemos en la célebre experiencia de
Paul Claudel, poeta francés que se convirtió escuchando el canto del Magníficat
durante las Vísperas de Navidad en la catedral de Notre Dame de París: «En
aquel momento —escribe— tuvo lugar el acontecimiento que domina toda mi vida.
En un instante mi corazón fue tocado, y creí. Creí con una fuerza de adhesión
tan grande, con tal elevación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte en
una certeza que no dejaba lugar a ningún tipo de duda que, después de entonces,
ningún razonamiento, ninguna circunstancia de mi vida agitada han podido turbar
mi fe ni tocarla». Pero, sin importunar a personajes ilustres, pensemos en
cuántas personas han sido tocadas en lo profundo del corazón escuchando música
sagrada; y mucho más quienes se han sentido atraídos nuevamente hacia Dios por
la belleza de la música litúrgica, como Claudel. Y aquí, queridos amigos,
tenéis un papel importante: esforzaos por mejorar la calidad del canto
litúrgico, sin temor a recuperar y valorizar la gran tradición musical de la
Iglesia, que en el gregoriano y en la polifonía tiene dos de las expresiones
más elevadas, como afirma el mismo Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium, 116). Y desearía poner de relieve que la
participación activa de todo el pueblo de Dios en la liturgia no sólo consiste
en hablar, sino también en escuchar, en acoger con los sentidos y con el
espíritu la Palabra, y esto vale también para la música sagrada. Vosotros, que
tenéis el don del canto, podéis hacer cantar el corazón de muchas personas en
las celebraciones litúrgicas.
Queridos amigos: deseo que en Italia la música litúrgica se eleve cada vez
más, para alabar dignamente al Señor y para mostrar cómo la Iglesia es el lugar
donde la belleza es de casa.
Sábado 10 de noviembre de 2012, aula Pablo VI.
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